La guerra no tiene rostro de mujer
El próximo día 8 de marzo, se celebra el Día Internacional de la Mujer. Quería haber dedicado este artículo, como hago cada año, a la celebración de esta fecha esperanzadora. La terrible invasión de Ucrania que estamos viviendo y padeciendo me ha llevado a unir los dos hechos, uno hermoso y otro terrible.
Estoy seguro de que si hubiera más mujeres presidiendo los gobiernos de los países de la tierra, no habría guerras como la que estamos sufriendo. Su estilo de gobierno no está basado en la testosterona, en la brutalidad y en la fuerza.
Dice Erich Hartmann, piloto de cazas alemán durante la Segunda Guerra Mundial, que “la guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”.
Putin es un criminal de guerra, un tirano que no atiende a razones, que se burla de la legalidad internacional, que desprecia la negociación y que no tiene piedad de las víctimas. No es imaginable esta configuración psicológica en una mujer. De hecho, no existe en la historia una tirana de esta envergadura. Ni la palabra tirana nos resulta familiar. Hitler, Stalin, Pol Pot, Franco, Musolini, Putin… Tiranos que desprecian la vida de inocentes, que se consideran dueños de la suerte de las personas y de los pueblos.
Resulta difícil entender cómo se puede iniciar y mantener esta guerra, ante la condena de la inmensa mayoría de países del mundo, ante el rechazo de la opinión pública mundial, ante le evidencia de que se están quebrantando las leyes, ante el horror que va sembrando. Es difícil explicar cómo este tirano puede contemplar impasible tantas muertes, tanta destrucción, tanto dolor, tanta emigración, tantos desastres… Maneja la lógica de autoservicio y retuerce el lenguaje en su propio provecho. El exhibicionismo de fuerza es obsceno. Putin no habla de invasión ni de guerra, habla de “operación militar especial”. Qué cinismo.
El mundo está en las manos de un loco (El Zar loco, han llamado a Putin en Moscú, el corazón de Rusia). Solo esa frase merece cárcel. No se puede discrepar. No hay libertad para los tiranos, más que la suya ¿Cómo se puede dejar el porvenir de la humanidad al albur de un personaje sin escrúpulos? La guerra nuclear puede estallar con solo apretar un botón. Tenemos a la humanidad en las manos de un loco despiadado.
Las mujeres han sido víctimas de la guerra. Los conquistadores se han sentido dueños de la vida y de la honra de las mujeres. Las violaciones han sido casi un derecho que se han concedido los soldados vencedores.
José Antonio Marina y María de la Válgoma, queridos amigos, escribieron en el año 2000 un magnífico libro titulado “La lucha por la dignidad”. Todavía recuerdo las dos historias con las que abren el libro. Cuentan que en Bosnia unos soldados detienen a una mujer. La llevan al centro de un salón y la ordenan que se desnude. La madre pone al niño en el suelo, a su lado. Cuatro chetniks la violan consecutivamente, mientras el niño llora y ella lo mira desgarrada. Cuando finaliza la violación múltiple, la madre pregunta si le pueden acercar al niño para amamantarle. Entonces, un chetnik decapita al niño con un cuchillo y le entrega la cabeza a la madre. La mujer grita horrorizada, sale de aquel salón y no se la vuelve a ver. ¿Qué sería de la vida de esta pobre madre después de aquel horror?
Cuentan también otra historia de guerra estremecedora. En Sierra Leona, los guerrilleros se están dedicando a cortar la mano derecha a los habitantes de una aldea antes de retirarse. Una niña, que está muy contenta porque acaba de aprender a escribir, pide al saldado que le corte la mano izquierda para poder seguir escribiendo. Un guerrillero le corta las dos manos.
Cuesta aceptar que estos hechos estén protagonizados por seres humanos. Son hechos casi siempre protagonizados por hombres. A lo largo de la historia, las mujeres han proporcionado cuidados en sus hogares y también en los campos de batalla, pero la Primera Guerra Mundial supuso importantes transformaciones: llevó a millones de hombres a combate y, mientras ellos luchaban en el frente, las mujeres peleaban por sacar adelante sus países laboralmente. Se incorporaron a todo tipo de trabajos, desde el sector bancario a la producción de armamento. Antes de la guerra sólo 9500 mujeres trabajaban en el sector bancario y esta cifra llegó a 64000 durante el conflicto. Trabajaron hasta en las fábricas de armamento, aunque asumieron principalmente tareas de cuidados.
Los cuerpos de ayuda humanitaria integrados por mujeres se estructuraron formalmente en 1854, precediendo a los grupos regulares de enfermeras como el Servicio de Enfermería Militar de la Reina Alexandra de Reino Unido, que pasó de menos de 300 miembros en 1014 a unos 10000 al final de la Gran Guerra. A estas mujeres se les asignó el rango de oficiales para que no fueran menospreciadas por otros mandos, pero igualmente tuvieron que superar obstáculos burocráticos, someterse a incómodos recibimientos y proveer de cuidados en un ambiente de tensión y de temor permanente. Vieron morir a muchos soldados y algunas perdieron su propia vida conduciendo ambulancias o haciendo las primeras curas en el campo de batalla. Sus sacrificios fueron tales que, finalmente, incluso altos oficiales reconocieron su labor y compromiso.
Sin embargo, una vez terminada la Gran Guerra, y del mismo modo que pasaría unos años más tarde tras la Segunda Guerra Mundial, las mujeres tuvieron que volver a sus casas y continuar con sus vidas como hijas, madres o esposas, sin recibir el reconocimiento, o no el mismo que sus compañeros varones, de haber sido víctimas de guerra o haber formado parte activa de ella. Años después y a pesar de la evolución de los papeles de las mujeres, ellas siguen siendo, generalmente, las que se responsabilizan de los cuidados: acostumbran a encargarse de la educación de sus hijos e hijas y de sacar a su país adelante sosteniendo la economía familiar mientras los hombres combaten. Su pelea es otra: ellas luchan para mantener la seguridad, en todas sus dimensiones, de sus familias y para asegurar la supervivencia de la comunidad durante y después del conflicto.
Libros como el de “La guerra no tiene rostro de mujer” (2015), de la premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich, recogen pasajes como el siguiente, que demuestran su presencia, ignorada posteriormente.
“Transcurrieron unos treinta años hasta que empezaron a rendirnos honores… A invitarnos a dar ponencias… Al principio nos escondíamos, ni siquiera enseñábamos nuestras condecoraciones. Los hombres se las ponían, las mujeres no. Los hombres eran los vencedores, los héroes; los novios habían hecho la guerra, pero a nosotras nos miraban con otros ojos. De un modo muy diferente… Nos arrebataron la victoria”.
La identificación de la mujer como cuidadora o víctima en el conflicto es una visión extendida. La guerra y el combate se asocian históricamente a valores masculinizados como la fuerza física, el honor y el coraje. Remontándonos a la antigua Grecia, el entrenamiento militar al que sometía a los más jóvenes era considerado como una etapa necesaria para alcanzar la madurez. Por su lado, las mujeres, lejos de ser vistas como agentes activos en la guerra, han sido consideradas durante mucho tiempo cuidadoras y fuentes de vida, lo que demuestra la diferenciación entre sexos en el ámbito de la seguridad. Está muy extendida la concepción de que los hombres hacen la guerra y las mujeres viven con las consecuencias, pero la realidad está alejada de esta idea.
Ojalá que la mujer tenga un papel más importante en el gobierno de los pueblos. Hemos visto recientemente que los países gobernados por mujeres han hecho una gestión de la pandemia mucho más eficaz y sensible que el de los dirigidos por varones. De los 194 países soberanos que existen en el mundo reconocidos por la ONU con autogobierno y completa independencia, solo diez están gobernados por mujeres. Pues bien, esos países han tenido una gestión de la crisis más efectiva, más rápida, más sensible y más audaz. Del Día de la Mujer deberíamos pasar al Mundo de la Mujer. Nos iría mejor sin tiranos.
Columna escrita por Miguel Ángel Santos Guerra
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